lunes, 7 de abril de 2014

Crónicas alemanas (y 7)

Nürnberg

Amo esta ciudad. Quizá desde la primera vez que la ví engalanada con sus luces y mercados de navidad y cuando la casualidad me trajo a Alemania, cualquier excusa era buena para alquilar el piso aquí en vez de en Erlangen. Lo cierto es que no me ha defraudado.
Vivo a los pies del castillo medieval, el mismo que enamoró a Hitler para sus congresos del partido nazi, en una calle empedrada. A dos calles del antiguo ayuntamiento, alrededor del cual se salpican numerosos biergarten y tres grandes iglesias. Dentro de las murallas interrumpidas por torres redondas y enormes puertas defensivas.
El castillo se alza sobre una roca y es un conjunto de edificios rodeado de muros gigantescos de piedra. Lo que más he disfrutado del castillo en estas semanas han sido los jardines, abiertos hasta las 8 de la tarde, siempre llenos de gente, a uno de los costados de la muralla y a una calle de mi casa.
Los días de diario la ciudad está en una especie de calma, por las mañanas apenas me cruzo con diez personas al atravesar la plaza del mercado y cruzar uno de los puentes de piedra que se alza sobre el río. Incluso por la tarde, cuando en la plaza han surgido unos cuantos puestos de fruta y verdura, se camina con pausa, imitando a la luz que entra por la esquina de la iglesia de Nuestra Señora y lame el empedrado de las calles. A veces subo por la plaza de detrás del ayuntamiento, que me hace dar un rodeo hasta la casa, sólo para disfrutar de las escaleras, de las mesas vacías de los dos biergarten que se reparten el espacio y del sonido del agua de una mínima fuente.
Pero los sábados y domingos Nürnberg se transforma, se llena de turistas franceses, alemanes, japoneses y algún español despistado y no sólo le cambia el habla sino la luz. El sol calienta con más fuerza y las calles están repletas de brillo. Hoy me dejé querer por ella. Rodeé el castillo hasta salir a la plaza que va a parar a la casa de Durero (comparto barrio con el genial artista) y de allí me dejé caer por las calles de casas bávaras hacia los puentes. Creo que la Weissestrasse es la más bonita de todas, con sus maderas, sus fachadas de colores y sus balcones con flores. Crucé todos los puentes: los de piedra, madera y metal y me fui acercando a la plaza central desde la muralla. Desde todos puntos veía las torres de la iglesia de San Lorenzo. Hoy estaban de un color verde óxido más intenso que nunca.
Entré en la iglesia de San Sebaldo, que rodeo a diario por su parte posterior y fui hasta la plaza donde hay una estatua de Durero, único monumento que quedó en pie tras la guerra.
Y vuelvo a la zona del mercado, me mezclo entre el barullo, las tiendas y las palomas. Hoy mi plaza de la trasera del ayuntamiento está llena y habla con voz más alta. Las flores se prestan más intensas y el agua de la mínima fuente parece una cascada.
Porque es sábado en Nürnberg.




Crónicas alemanas (6)

La cena del jueves

Dado que mi jefe de aquí, manifestaba tremenda curiosidad por ver mi apartamento, decidimos empezar la velada en él, a una hora muy germana (las 7 y media de la tarde). El día anterior eché un vistazo a la nevera y estaba vacía de líquidos por lo que pedí a mi compañero Christian que me acompañase a comprar y me hiciera de porteador, ya que vivo en lo alto de Nürneberg y venir hasta acá con botellas es imposible. Fuimos de compras y yo elegí un par de vinos españoles y él las cervezas, y aproveché para que me hiciera unas cuantas recomendaciones sobre distintas marcas alemanas.
A las 7 y cuarto estábamos en casa y absolutamente en punto, con una diferencia en ambos casos de 3 minutos, llegó primero Anna y a continuación Friedrich. Decidimos beber algo y, para mi sorpresa, Christian decidió probar el vino español. Quiero que entendáis lo que valoro su gesto, viniendo de una persona cuyo ideal de vida es ir de vacaciones a Escandinavia o, como ya algo muy exótico, Escocia, y que se define, a sus 35 años, como enamorado inamoviblemente de las tradiciones alemanas. Vamos, que yo había traído las cervezas pensando en que no iba a probar el vino.
Y empezamos a beber, ellos a una velocidad importante. A las 9 y media, cuando decidimos dirigirnos a cenar al peruano de mi calle, que días antes habíamos consensuado, sólo restaba media botella de tinto.
Resulta que el peruano estaba cerrado, pese a que cuando pasamos delante del restaurante a las 7 estaba abierto y en la puerta indicaba que la hora de cierre era a las 11. Total, que nos fuimos a una cervecería típica bávara, tan típica que cierra la cocina a las 10 y eran las 9,50 y nos dijeron que cerveza sí pero con malta tostada (o sea, como unas pipas) y pa casa. Y allí que nos pimplamos nuestro medio litro cada uno. Mi jefe estaba de lo más contento y locuaz y repetía una de las dos únicas frases que sabe en español, en este caso: ponte en pelotas.
A las 10 y media, sin cenar y bastante alegres, vinimos de nuevo a casa y saqueamos la nevera de productos españoles. A cada uno le di una tarea y eso es lo mejor que puedes hacer con un alemán, mandarle hacer algo, porque se sentirá útil y feliz. A un español le dices haz esto y te contesta por qué. La diferencia es que el alemán se pone a ello y cómo mucho su pregunta es cómo lo hace. Así entre todos cortamos el queso, separamos las lonchas de jamón, tostamos el pan y troceamos unos tomates.
A las doce y media decidieron marcharse. Yo hice de anfitriona española, aquí los anfitriones cuando están cansados te mandan a tu casa, vamos que te dicen que te vayas que tienen sueño y que se quieren acostar así sin ningún problema. Debido a los efluvios alcohólicos (para entonces había caído todo el vino) me pidieron que les enseñara a saludar dando besos como hacemos en España. Podéis imaginaros la  secuencia en mi recibidor, para habernos grabado. Llevada por la emoción del momento me atreví a plantearles una de las dudas que me asalta desde que vivo aquí y que ya os he manifestado: cómo hacen los niños en Alemania. Me contaron, con franca tristeza, que el sistema es que cierran los ojos y salen.
Al día siguiente estaban los tres emocionados de lo bien que se lo habían pasado. Friedrich confesó que desde que vive en Franconia jamás había llegado tan tarde a casa (debía ser la una cuando llegó) y Anna me contó que mientras la acercaba a su casa se metió por una calle que era dirección prohibida.


Crónicas alemanas (5)

Mi intensa vida social

En estas dos semanas escasas que me restan por tierras germanas se me han acumulado los compromisos sociales y es que este fin de semana pasado estuve en Viena y el anterior con un Mini visitando campos de concentración. Os incluso una crónica de la visita al primero de ellos y la alterno con este otro relato para quitar dramatismo.

Tenemos una pequeña cocina en la tercera planta del departamento, donde está mi despacho, la cual se utiliza para dos cosas. La primera viene siendo lo convencional para una cocina, que es preparar té o café. Hay una nespresso, con un batidor de leche que tiene una costra de mierda la cual intenté despegar durante los primeros días, pero viendo que era imposible y que el resto de compañeros que batían allí la leche y se la bebían, sobrevivían al procedimiento, empecé a hacer lo mismo con idénticos resultados.
La segunda función de la cocina es muy curiosa. Cuando alguien quiere decirte algo personal, en vez de ir a tu despacho, se queda apostado detrás de su puerta (a veces durante horas) esperando a que te levantes a hacerte un café y es en esos 2m2 de sala donde te hace llegar sus inquietudes.
La semana pasada, por ejemplo, fui abordada por el japonés. Empezó preguntándome si me había traído comida, a lo que no le contesté claramente impregnada como estoy del egoísmo teutón por los alimentos, y acabó confesándome que se encuentra solo y que nadie le habla. Como no puedo ver sufrir a nadie, ni aunque sea japonés, me he ido algunos días a comer con él.
El primer día que salimos a comer, eligió un sitio de comida rápida tailandesa y durante la comida me contó que está aquí con su hija de 6 años que es hiperactiva y con su mujer cuya ocupación desde hace 5 meses es chatear con las amigas en Japón. En mitad de la comida empezó a sudar con gruesas gotas que le caían por la mandíbula y aún no se si es por su situación familiar (imaginaros la niña dando saltos y la mujer con el chat), por el picante de la comida o por el trabajo que le cuesta hablar en inglés.
Hoy por ejemplo de repente desapareció y el turco y yo buscábamos alarmados en la plaza pensando que una alcantarilla se lo había tragado, cuando le vimos salir del supermercado. ¿Pensáis que dio alguna explicación? No.

Esta semana tengo una cena. Mi jefe ha decidido organizar una cenita en Nuremberg este jueves a la que vendrá entre otros también mi compañero Christian que es vegetariano. Esta tarde me le encontré en el tren de camino a casa y estuvimos hablando para elegir el sitio. Decididamente, Christian y yo somos un experimento. No hay ninguna duda. Resulta que él apenas conoce sitios para cenar y al único que ha ido es a un restaurante ayurvédico, que yo sabía de la medicina y de los masajes pero no de los restaurantes. Le he explicado en el trayecto Erlangen-Fürth las maravillas de la cocina peruana y creo que le he convencido de las excelencias del ceviche. Ahora se trata de encontrar un peruano auténtico, porque aquí lo típico es que si en la puerta pone restaurante italiano (a modo de ejemplo), el dueño es francés, el cocinero indio y da gracias si saben que en Italia se come pasta.  Me veo cenando el jueves un bocadillo en bolsa de papel en la plaza.

Este miércoles durante el horario laboral otro compañero me ha invitado a una actividad no gastronómica. Resulta que van a abrir 15 cráneos para los estudiantes de medicina y me ha dicho si quiero acudir al evento, sierra mecánica en mano. Este compañero fue quien pronunció la frase gloriosa del Campari, que no recuerdo si os he contado, pero si es que no la dejo pendiente para otra ocasión.
La otra frase gloriosa fue de Jörg. Me contó que había tenido una novia colombiana y que (y cito textual) “todo lo que sabía de caracoles (ella) lo había aprendido de él”, dicho con una cara de nostalgia que te partía el alma, que no sabía yo que los caracoles dieran para tanto.

El domingo tengo también salida en Nuremberg y es que por la tarde mi compañero el turco da un concierto con su grupo al que vamos a ir varios del depar. No he conseguido entender muy bien qué música tocan, pero me ha dicho que su instrumento es el “nosecómo” que debe ser algo así, ya traducido, como una bandurria alemana. Tengo que informarme más de esto del concierto para poder daros más detalles.

Y para completar el calendario, al menos de momento (que visto lo visto igual me surgen más planes), el jueves de la semana siguiente, o sea, la noche antes de irme, mi jefe ha organizado una barbacoa en su casa. Este punto de la invitación domiciliaria me tiene bastante inquieta porque desde hace semanas me persigue diciendo que tengo que ir a su casa a conocer a sus niños, y digo yo que por qué ese interés en que vea a los niños. Tiene dos retoños, de 6 y 3 años, que igual quiere que me los lleve a España y yo, que he visto fotos de las criaturas y son rubios y blancos, no estoy por la labor. Estos chiquillos tan arios siempre me han dado un poco de temor, tal vez no debí haber visto la película de los chicos del maíz porque creo que mis miedos vienen de ahí. La cuestión es que además dice que va a invitar a amigos y que el jardín que tiene casi no puede denominarse así, vamos, que estaremos apretaditos como la gente decida acudir en masa a la cita.  
Fijaros si no es para estar asustada que hoy me ha escrito un correo informándome de la cita (incluso de la dirección de la velada) en el que acaba diciéndome que “my children will be there waiting for you”. ¿Esperándome a mí? ¿Será que los niños comen españoles? Esta última actividad social que os comento me tiene en un estado de agitación permanente, sobre todo por tanta insistencia con las criaturas.

He pensado ofrecerme a preparar una sangría durante el acto social de mi despedida, que si veo la cosa chunga la pongo cargadita mientras asan las salchichas en la parrilla y que se agarren un pedo del 15, retoños de mi jefe incluidos, en el caso de que resulten molestos o me muerdan una pierna.


Crónicas alemanas (4)

Hoy el correo que os envío es un poco más serio. A veces pienso si no estaré formando parte de un experimento sociológico organizado a nivel europeo. Algo así como un proyecto Merckel-Rajoy.
Cada persona da lo que querría recibir si estuviera en el lugar del otro y en este punto los ciudadanos alemanes y españoles tenemos grandes diferencias. Cuando recibimos a alguien de fuera en España lo agasajamos comiendo, saliendo, llevándole a todos lados como si fuera un niño pequeño y dando gracias que le dejamos tiempo para dormir y ducharse. Eso es para nosotros portarnos bien con un invitado.
Sin embargo un alemán no hará contigo nada de eso, ya os he ido contando la peculiar relación que tienen con la comida, pero a cambio hará por vosotros lo que ellos necesitarían. Irá a recogeros al aeropuerto, cargará vuestra maleta escaleras arriba con una sola mano, se encargará de que tengas todo listo en el piso, de aprender cómo funciona la lavadora y la secadora, te hará copias de todas las llaves de todas las puertas que puedas querer abrir, te dará de alta en Internet en la universidad, pegándose con los administrativos y perdiendo contigo en la secretaría más de hora y media, te enseñará a descifrar los planos de metro o te acompañará a sacar el abono transporte (el cual a tu llegada ya tenía relleno). Entre otras cosas.
Un alemán que coge el mismo metro que tú ¡jamás! te preguntará si ya te marchas a casa (eso no es asunto suyo) por si os vais juntos, pero a cambio te comprará una coca cola y te la dejará en el escritorio porque hoy hace mucho calor y tienes que beber, que este es el último piso, da mucho sol, la temperatura es altísima y te vas a deshidratar.
Son ese tipo de cosas las que hacen que te den ganas, con el paso de los días y la confianza, de tocarles y achucharles sin ningún ánimo lascivo. Dichosos españoles lo sobones que somos, no nos damos cuenta hasta que nos sentimos cohibidos y es que esta gente ni se roza. Igual los niños los hacen a distancia. Tienen un espacio vital, digamos, bastante ancho.
A costa de nuestras diferencias nos reímos bastante. El otro día por ejemplo, enseñé a preparar el mate a dos compañeros. La cosa viene de que a la mujer de uno de ellos le encanta Vigo Mortensen, que parece ser que toma mate, y ella empezó con aquello de la bombilla y la yerba y él por extensión la siguió y además contagió a otro compañero. Pero el caso es que cada uno matea en su propio mate. Cuando les expliqué que el mate tiene casi un aura de ritual, que se pasan horas mateando, contando historias, que todos toman de la misma bombilla…uno de ellos me dijo riéndose que él es demasiado alemán para beber del mismo vaso que otro. Total que andamos con la coña todo el día.
Con quien comparto el proyecto, Christian, es, con mucho, el más alemán de todos.
Por eso pienso que si nos han puesto a trabajar juntos por aquello del estudio antropológico. El primer día debió flipar cuando hice un sinpa en el metro (total, era una estación y me dijo que los domingos no había revisores). Pero no hacemos más que divertirnos a costa de las dificultades culturales. Hoy por ejemplo hemos descubierto que en España somos más rápidos a la hora de conseguir artículos de revistas en las bibliotecas, que en Alemania rentabilizan más los recursos de la universidad y que los austriacos son unos chapuzas haciendo lámparas (había que meterse con alguien y les ha tocado a los vecinos de abajo).
Todos los días atravieso la plaza del mercado, donde se monta el mercadillo de Navidad, para ir a coger el metro. En un extremo de la plaza está la sinagoga, destruida y convertida en la iglesia de Nuestra Señora (vamos que el rey de turno en el siglo no se cuantos quiso hacer allí la iglesia para lo cual quemó la sinagoga con algunos judíos dentro, no fuera a ser que protestaran por quemarles el templo).
Y pienso que ojalá usáramos las cosas que nos diferencian para acercarnos a las personas: os aseguro que en ello estamos en esta enriquecedora experiencia hispano-alemana.

Hoy estoy muy contenta: he tirado la basura como las personas civilizadas, tras descubrir que son los miércoles el día de sacar los cubos.

Crónicas alemanas (3)

Supermercado
Los alemanes tienen una original forma de colocar las cosas en los supermercados.
El otro día casi me vuelvo loca en el Norma, al lado de casa. Buscaba productos de higiene femenina (léase salvaslips, tampax y compresas) y no los encontraba por ninguna parte.
Una posibilidad era que las alemanas no tuvieran la regla pero esta opción me parecía biológicamente bastante improbable. La otra, pensaréis, es que no vendan esas cosas en el supermercado, pero eso tampoco podía ser porque en ellos se puede encontrar de todo. Cuando digo de todo es de todo, por ejemplo, un bávaro que tenga un calentón cultural-folklórico puede comprarse unos pantalones de ante típicos en el super.
Pues allí estaba yo venga a recorrer los estantes de higiene: gel, jabón, champú, maquinillas de afeitar…hasta medias! Y nada, ni rastro de los tampax. Desesperada me alejé de la sección de higiene.
De camino hacia los quesos pasé casualmente al lado de las fregonas, y cuál fue mi sorpresa cuando vi que había cajas y cajas de compresas y tampones.
Lógico: ¿qué función tiene un tampax? Pongámoslo con los objetos y utensilios que sirven para lo mismo, o sea, absorber: entiéndase fregonas, bayetas y trapos. Y allí estaban: en su sitio absorbente.

Aquí todos van con unas bolsitas de papel en la cual llevan el bocadillo, que se lo van comiendo de a poco pero sin sacarlo, vamos, lo sacan lo justo para morderlo pero para que no lo veas, que igual tienen pudor de que sepas que el bocata de hoy es de salami o, más bien esto último, tienen miedo de que les pidas un trozo. Un alemán no te ofrece comida, es SU comida. Si quieres algo vas y te lo compras.
A darme cuenta de esto me ha ayudado mi compañero el turco (nacido en Alemania) que tiene una dicotomía cultural importante con ese tema, porque él como buen mediterráneo lo primero que hace para agasajar a alguien es inflarle a comer, y también con las puertas, porque es el único que te cede el paso en ellas. El pobre muchacho se coge disgustos con eso de la alimentación. A mí me hace gracia.
Hoy, para probar, a la hora del café me he sentado al lado de mi compañero Lars, que tenía ¡3 bolsitas de papel! (O sea, 3 bocadillos), y le he preguntado si alguna era para mí. Con cara de susto se las ha acercado para protegerlas de una española hambrienta y me ha explicado que no, que era SU comida.

Igual os habéis quedado preguntándoos por eso del calentón folklórico-cultural. No se si será igual en otras partes de Alemania, pero aquí en Baviera la gente se viste los domingos con el traje típico. Ellas con unos vestidos con camisas escotadas marcando pecho (vamos, que se les salen las tetas) y ellos unos pantalones como de ante a medio muslo, apretados, con unos bordados y con tirantes. Además lo acompañan de un sombrero de franela (la pluma es opcional) y unos calcetines de lana. La cuestión es que ese traje es multiestación, o sea, ayer que hacía más de 30 grados pues llevaban lo mismo, que digo yo que cómo les tiene que sudar la entrepierna con el pantaloncito de ante. Me pregunto si mis compañeros se vestirán así para las ocasiones, porque pagaría por verlos así, con sombrero incluido. Mañana me entero.
Estoy convencida de que el brebaje nacional llamado cerveza nació de la necesidad de reponer líquidos durante los ataques de fervor cultural bávaro que les dan durante el verano y que, ya de ahí, pues se quedó la costumbre. Lo mínimo aquí para reponerse hídricamente es medio litro de cerveza. Aquí bebe cerveza todo quisqui, tercera edad incluida: es de lo más normal encontrarte a abuelas tomándose sus jarras: hacen lo mismo que las nuestras cuando quedan a merendar café con leche y tostadas, pero en este caso a lo bávaro. Y si las amigas no pueden pues se van ellas solas y se pimplan su medio litro sentaditas en su biergarten.
La cerveza bávara tiene algo añadido que te da un estado de felicidad tontorrona y cuando vas acabando la primera jarra te pones a acompañar cantando a los de la orquesta, con sus petos y sombreros, que da igual la letra, que total nadie se entera lo que cantas porque está en el mismo estado que tú.
Prost!



Crónicas alemanas (2)

Vivir en otro país es algo así como una aventura y es que parece mentira que nos separen sólo 2 horas de avión y tantísimas otras cosas.

Una de las cosas que no dejan de sorprenderme son las costumbres gastronómicas (que del nombre tienen sólo de gastro). Antes de las 10 paramos todos los días para tomar café juntos en la sala de la 1ª planta. Para mí continúa siendo un misterio quién lo prepara, pero es cierto que a esa hora hay varias cafeteras y teteras esperándonos. Sobre la cuestión de la autoría de los brebajes he preguntado y nadie ha sabido darme respuesta. Para mí que es el señor de los enchufes que va con peto de pana por el departamento y tiene una ceja.
Y cuando digo a las 10 el café, es a las 10. Tengo cronometrado a Jörg, mi compañero de despacho sobre el que luego volveré, y todos los días a las 9:46 (ni un minuto más ni menos) le salta un resorte y me dice “Kaffe” con una sonrisa y sale disparado escaleras abajo. Como si se fueran a beber su taza.
Las 12 de la mañana es para ellos la hora de comer. Y esto es otro misterio para mí: porque todos comen solos. Tengo la teoría de que Triki, el monstruo de las galletas, es alguien delicado ingiriendo alimentos al lado de esta gente, lo cual les hace realizar el acto de alimentarse en la más absoluta intimidad para no asustar a los demás. O que comen alguna guarrería. Dónde lo hacen también es un misterio porque en Erlangen lo que abunda son los puestos de bocadillos, sándwiches y dulces.
¿Qué hago yo? Pues hago el alemán pero a medias, es decir, me voy por ahí a comprarme algo sin decir nada (aunque lo consumo como las personas educadas) pero a la hora española. Cuando hace buen tiempo me siento en un banco del Schlossgarten de al lado de la universidad y hago la fotosíntesis un rato. Lo que nunca hago, razones obvias por lo que os conté en el mail anterior, es arrimarme a un árbol, no vaya a estar marcado con urea germana.

Las relaciones personales son bastante curiosas: ya venía advertida de ello. Alguien puede enviarte un correo a las 9:55 contándote su vida y hasta chistes y no saludarte en la Raum del Kafee a las 10:01.

Lo de mi compañero el Jörg. Es alto alto, rubio y rosa. Este hombre es el ilustrador del departamento. Yo pensaba que el suyo era un trabajo muy cómodo, porque creía que poca tarea tendría, pero al pobre lo tienen mareado entre todos, que si píntame esto, que si píntame lo otro y uno de los más pesados es un profesor emérito que se llama Rohn (el del atlas de Yamakouchi) que tiene un montón de años y le llaman Nosferatus. Hoy me crucé con él por la escalera (Morgen dije yo, Morgen contestó Nosferatus) y llevaba una alfombra enrollada. Es tan siniestro que hasta pensé que se iba a ir volando montado en ella.
Y mi pobre compañero pinta que te pinta. Tiene la mesa ahora llena de retinas. Pero él es ilustrador, que quede claro eh? Hoy le pedí que si podía pintarnos la caja del experimento de negro por dentro y muy sorprendido me dijo que él no era pintor, que era ilustrador. Claro, los ilustradores ilustran, los pintores pintan. Pero he llegado con él a un acuerdo: me va a ilustrar con tinta negra el interior de la caja y a cambio le dejo que nos haga algún dibujo en la parte de fuera, para demostrarnos su creatividad.
Otro elemento curioso que merodea por aquí (y ya con esto lo dejo, no vaya a haceros un lío entre Järg, Nosferatus y este último) es un japonés que lleva aquí varios meses. Está integradísimo. No habla con nadie. No toma café. No come. Sólo está delante del ordenador.
Tengo por último otra cosa que confesaros: no sé dónde tirar la basura. En serio. La dueña de la casa me dejó un cubo y bolsas de basura, lo cual me demuestra que son conscientes de la gestión de los residuos. Yo había echado un ojo a un cubo verde de enfrente de mi portal que tenía todo el aspecto de ser el cubo de basura alemán. Pero esta mañana, bolsa en mano, me encuentro con que la tapa está cogida con unas cadenas, que digo yo, no habrá que tener llave para tirar la basura. Pensé, ya está, habrá otro cubo en el patio. Pues no. Y yo con la bolsa en la mano. Y nadie sin aparecer porque de últimas así medio por señas Wo …das? y algo hubiera entendido. Entonces he decidido salir, ya soñando con los cubos de la casa de enfrente (que también eran inexistentes) y luego pues avanzar hasta el bar de la esquina (cubos? Nein!). Algún guarro ha dejado tres bolsas en la calle (seguro que era otro español) y he dejado la mía al lado.

Pero ya he descubierto que al lado del ayuntamiento Alt Rathaus hay dos papeleras. Para la próxima.

Crónicas alemanas (1)

La cena de anoche
Creo que más que para unos correos, mi estancia en Alemania va a dar para escribir un libro pero de los gordos.
Anoche fuimos a cenar con el profesor de Hamburgo.
Para ello me había traído yo ropa para cambiarme e ir un poco más arreglada a la cena (sencilla y elegante) pero cuando vi que mis compañeros conservaban sus vaqueros, sus zapatillas y ¡sobre todo que no falten!, sus camisas de cuadros, decidí dejar la ropa para mejor ocasión (que dudo que sea en este país, visto el mal gusto que profesan a la hora de vestir) y me limité a echarme colonia. Estoy haciendo un contaje y algunos compañeros, o tienen todas las camisas iguales, o no se las cambian en varios días.
Tras recoger al hombre en la estación de tren, lo acompañamos a su hotel para que dejara la maleta y de allí nos fuimos a cenar, que ya era hora, porque pasábamos de las 8. A la cena fuimos sólo los profesores titulares, el jefe y el invitado: a saber, me fui yo sola con 5 germanos.
Tras intentar ir a un biergarten, que es algo así como un bar muy rústico con mesas al aire libre, tuvimos que rechazar la idea, porque todos los habitantes de Erlangen habían decidido tirarse a la calle al mismo biergarten debido a que era el primer día que no llovía en 4 semanas.
Dirigimos nuestros pasos a lo que (ellos) llamaban un restaurante mexicano, en el que no tenían ni Coronita y la comida era precocinada. Cuál fue mi sorpresa cuando aparece la camarera y nos empieza a cobrar uno por uno! Yo no daba crédito, imaginaros, me invitan a cenar pero cada uno se paga lo suyo, o sea, que en realidad me invitaron a acompañarles a cenar. Y todos tan normales, eso sí.
A las 9 y media habíamos terminado de cenar y, creo que por pena, me llevaron a tomar una copa de vino porque mi jefe se había quedado con el remordimiento de que le había dicho el día anterior que a mí me gusta el vino y en el mexicano habíamos pedido cerveza. Al final fui sólo yo la que tomó vino en el bar que encontramos, y es que ellos siguieron a cerveza, que de cada una que se toman se pimplan medio litro. Esta vez, eso sí, mi jefe me invitó al vino y cada uno se siguió pagando lo suyo (incluido de nuevo el pobre profesor de Hamburgo que estoy casi segura que se ha pagado también su tren y su hotel, pobrecico, amén de dar la clase magistral esta mañana).
Una vez acabado mi vino y sus cervezas, volvimos al instituto de Anatomía para coger el coche, porque me llevaban a casa. Antes de ello despacharon al invitado con 2 explicaciones de dónde encontrar su hotel (nada de acompañarle hasta la puerta, que se haga un hombre y si se pierde que pregunte, coño).
Llegados al instituto, mi jefe me abre el coche y me dice que espere un segundo que van al baño todos (el baño fueron unos árboles, os juro que se echaron una meada de litro de cerveza en los árboles de la entrada de la facultad y se quedaron más anchos que largos).
Ni qué decir tiene que las normas de educación más básicas para nosotros, aquí son inexistentes, podéis imaginaros después de la invitación/no-invitación y de la meada campestre colectiva. Un hombre alemán jamás te cederá el paso en una puerta ni tan siquiera te esperará: saldrá corriendo y es tu problema seguirle. Tampoco esperará para empezar a comer hasta que todos estén servidos, ni te servirá té o café o un trozo de algo: agarran la cafetera y allá se acabe el café: to’pa’ellos. Lo cual hace incómodas algunas situaciones, la verdad, porque por ejemplo no estamos acostumbradas a correr detrás de 5 tíos de casi 2 metros, que donde ellos dan un paso yo necesito 4.
De todo ello saco las siguientes conclusiones: cuando tengamos a un invitado alemán puede pagarse su comida y bebida, es autónomo para ir caminando solo a su hotel incluso en una ciudad desconocida y por la noche. Tengo que investigar la parte de los billetes de tren y del hotel. Lo único que hay que vigilar es que, una vez bebidas sus cervezas, no se nos ponga a mear en cualquier lado.


PD.- Acabo de cruzarme con Lars, el profesor de Hamburgo, que se iba solito para la estación de tren…

jueves, 3 de abril de 2014

Viento del Este

He descubierto el sortilegio.
Una brisa breve me trae olor a flores. El tiempo , el mío, se detiene un instante y entonces  es cuando  le oigo cantar.
El mirlo entona una melodía que arrastra consigo todos los demás sonidos, que le hacen de compás. Acaso sea la magia la que consiga que yo no escuche nada más.
Al ritmo de su pecho se desenredan mis alas y se me cubre la cara de polvo de hadas. Tengo la certeza de que nada malo puede ocurrir porque su canto mágico desbarata lo oscuro.
A veces se marcha durante un tiempo , a llevar su encantamiento a otros lugares. El pasado  verano murió: encontraron su cuerpo  rígido  y pardo en mi terraza. Debí presentir entonces que algo no marchaba bien pero no me daba cuenta de que mis ojos buscaban, tristes en su obsesión, los ojos de alguien que no quería mirarme. Eso fue hasta que los primeros vientos de febrero me desbarataron el vuelo y me tallaron el corazón de tiza.
Pero él ha vuelto. La semana pasada me entró por la ventana el viento del Este que anuncia cambios. Mi tictac se detuvo y escuché su canto. Sentí cómo se me desenredaban las alas y me brillaba de nuevo la cara con polvo de hadas.
Sé que va a quedarse más tiempo, hasta que su silbido se lleve el último grano de polvo de tiza.