sábado, 21 de junio de 2014

Cefalonia

Cefalonia tiene cipreses como lápices, lanzas verdes cubiertas de hojas, que apuntan al cielo. Olivos gigantescos de verde plateado antiguo y viñedos aplastados contra el suelo. 
El tiempo es una mezcla de barro, mar y miel que puedes tomar en las manos y moldear a capricho. 
Hay ancianos centenarios, arrugados sobre sí mismos, con los ojos claros de eternidad que pasean mirando de reojo a Itaca. 
Itaca, la siempre presente, alargada, árida de bordes romos. El suelo de Cefalonia se vuelve de cristal para que puedas contemplarla a su través. 
El azul más cristalino se combina con el blanco cegador en la playas, blanco de guijarros duros y grandes y redondos. Nada de arena. Todo aquí es rotundo. 
Y luego están ellos, los italianos muertos en el 43, cuando el armisticio, fusilados, ahogados. Cinco mil, si es que un número sirve para contar la vida. Tumbas entre olivos en la umbría. Salen del mar, de la tierra para cantar en las noches. 


miércoles, 18 de junio de 2014

Cambio de rumbo


Hay un código en el mar que intuyo pero aún no comprendo. Las noches de navegación se reparten entre todos, los que saben claro está. Yo sólo se ordenar las zonas comunes, preparar bocadillos y café y contar historias, aunque de esto último todavía no he tenido ocasión. 
A mi izquierda tengo las montañas del Peloponeso, que desde aquí se parecen a cualquier otra y no a una tierra repleta de pueblos antiguos, guerras y mitos. Me decía Christos que, a diferencia de la tradición del Libro en la que Dios creó al hombre a su imagen, los griegos crearon a los dioses a semejanza del hombre y por tanto los hicieron estar sujetos a las pasiones humanas. Me contaba esto mientras contemplábamos una pintura Macedonia hecha con los trazos más delicados que podáis imaginar, en la que Hades raptaba a Perséfone. 
Vamos camino a cruzar el canal de Corinto. Ayer Carlos, como si hubiera entrado a revolver en el cajón de mis sueños, decidió poner rumbo a Itaca y pasar estos días, los míos, en las islas Jónicas. Llevo camino suficiente como para no encontrarla pobre ni abandonada. 



martes, 17 de junio de 2014

Paseo al lado del mar

Paseo al lado del mar y mi mano me pregunta si, si estuvieras aquí, la cogerías entre tus dedos. 
Porque mis ojos están seguros de que los tuyos verían los mismos colores de la tarde y brillarían al ver cómo me emociono al escuchar una canción en ladino de hace 200 años de la cual no entenderías una sola palabra. 
Mi lengua me afirma que la tuya disfrutaría de los sabores simples y frescos de la comida griega. 
Mis pies pequeños están confiados en que los tuyos frenarían para seguir mi paso. 
Mi boca sabe (y está muy segura de ello, me dice) que podría hablar y hablar de mil cosas mientras la tuya sonríe. 
Pero mi mano...ella no deja de preguntarme hoy al lado del mar. 


domingo, 15 de junio de 2014

Saloniki

En el taxi que me trajo desde el aeropuerto, según recorría calles de camino al hotel, me preguntaba por qué me habría empeñado en venir a esta ciudad y empezaban a sobrarme las horas. 
Salonica es, constructivamente hablando, fea e incómoda. Lo primero porque en los años 60, ante la escasez de viviendas, el gobierno derribó edificios y palacios para sustituirlos por bloques de pisos ocres y cuadrados. Lo segundo porque se extiende desde el mar hasta las colinas. Cuando era pequeña podía permitirse existir en un llano, entre el mar y la vía Ignatia (de Roma a Bizancio). Pero al crecer se encontró con las colinas y sus calles se estrecharon y se llenaron de curvas imposibles. Y luego está la crisis, la maldita e interminable crisis, que ha cerrado tiendas y ha dejado sin cristales las paradas de autobús. 
Christos me hace de guía. Me lleva a iglesias y mezquitas y al museo arqueológico donde aprendo a emocionarme con las joyas antiguas: las filigranas, los pendientes y las coronas de oro de los reyes macedonios hechas a base de delicadas hojas entrelazadas con flores o frutas.
Las iglesias tienen algo de oriental, además de ser oscuras y estar llenas de iconos iluminados por velas fueron en un tiempo mezquitas, y muchas de ellas conservan minaretes y pilas de abluciones decorados con letras alargadas. 
La comida se convierte en el tiempo detenido en un café, en el antiguo barrio portuario en el que hoy, en vez de burdeles, hay restaurantes y bares. 
Empezamos entonces a buscar, como en un juego, el pasado sefardí. Christos me ha regalado un libro que habla de ello pero cuesta encontrar los edificios o los mercados. Es como, y lo creo casi de una literalidad abrumadora, como si sus 50,000 judíos se hubieran convertido en humo. Los habitantes de hoy no saben que viven en la que, mis paisanos expulsados de Sefarad, llamaron la madre de Israel. 
En el libro he descubierto un poema en ladino dedicado a la torre blanca, otrora llamada en el periodo otomano roja por la sangre de los que allí degollaban, así que decido pasear al atardecer y descubrir que las palomas siguen en sus ventanas. Luego camino al borde del mar y me concilio con Salonica. Este lugar tiene algo mío: la gente sonríe y canta, pasea sin prisa, come tarde y hace la siesta. Hay bares de barrio con abuelos jugando al dominó, como hacía el mío y a la tarde las mujeres sacan las sillas a los balcones para tomar el fresco. Como hacía mi abuela. 
Al día siguiente, a los pies de la prisión entre las murallas de la parte alta de la ciudad hago esta foto y de alguna forma me siento también prisionera de Salonica.