sábado, 29 de noviembre de 2014

Jugar a la guerra

Desplegué un tablero grueso de cartón con la mitad de Europa pintada de cruces gamadas y fronteras con gruesos trazos negros. En una caja había además soldados de plástico, tanques, aviones, ¡submarinos! Y le dije, vamos a jugar a la guerra.
El guardó los soldados y plegó el tablero y muy serio me contestó, tú y yo no vamos a hacer la guerra.
Afuera caía una lluvia lenta y densa. Dentro empezaron a llover pétalos de colores. Los nietos de aquellos soldados que hicieron la guerra de verdad 70 años antes nos besamos despacio las heridas, acariciamos algunas cicatrices, acallamos el sonido de las balas con canciones y plantamos flores en la tierra yerma. Brindamos por la vida y hablamos en silencio durante largo rato.
No. Nosotros no vamos a hacer la guerra.

Tú y yo hemos cambiado el fusil por la palabra.

viernes, 7 de noviembre de 2014

El lugar en el que sueño morir

La última vez ha sido en un café en Berlín, sentada en un sofá frente a un inmenso capuchino.
Es una casa pequeña, blanca, soleada, de muros gruesos, quizá con un jardín acorde a la pequeñez.
Tiene una cocina donde amasar comida para los amigos y donde almacenar vino tinto y fruta fresca.
La estrella es una sala de techos muy altos, dobles, con las paredes llenas de libros. Aún no sé cómo ordenarlos, ediciones de bolsillo, libros dedicados, mordisqueados por un cachorro o estropeados por el tiempo. Libros no leídos, releídos. Libros que se abren con respeto o con confianza familiar. Libros en el idioma materno, en el aprendido o en la lengua por aprender. Cubiertas de cartón, de lujo. Libros en todas las esquinas y una escalera para aprehenderlos. Y la luz que se detiene en ángulo agudo en las motas de polvo de la habitación, blanca, blanca, altísima, sin huecos.
El contraste es una sala oscura, sin rendijas, de pesados cortinajes negros con una bombilla roja en la puerta, que avisa que estoy en mí misma, en los líquidos reveladores, lavando papel de la foto en la que un perro presumido del tranquilo pueblo en el que vivo ha posado ayer. Frío, humedad, nervios hasta ver el resultado. Papel y más papel gastado en vano. Pinzas que sostienen la película que escurre. Olor a revelador. Mi tiempo detenido.
Se me une hoy, en este café de Berlín, un rincón donde pintar, abstracto, acuarelas, colores en mistura sobre cartulina. Con luz, claro, donde hay pintura hay luz (en mi sala también, pero invertida) y color y vida. Y también tiempo detenido, pero de otro.
Hay también en la casa una cama enorme, bueno quizá no tan grande, al final uno acaba juntándose, qué se yo, a veces las noches son frías o la individualidad se difumina entre sábanas con olor a flores, ese aire que uno mueve al arroparse y que le trae el aroma de la piel del otro, de la piel de uno mismo, de la piel fundida.
Y el mar. Siempre el mar. El Mediterráneo. En alguna ventana o al girar la esquina al salir de la casa. Con todos sus pinos, sus senderos y sus gentes, que quizá hablen en griego o italiano. No sé por qué los oigo con ese sonido del griego, sus fonemas cercanos, sus gestos familiares. Vecinos, amigos, hermanos del mar. El Mediterráneo, mi casa.
El mundo que me vio nacer. El mundo en el que sueño morir.



domingo, 2 de noviembre de 2014

El libro no leído que me cambió la vida

Sólo he querido ser dos cosas en mi vida: médico y reportero de guerra. Desde siempre y sin motivos. En algún rincón de mi encéfalo infantil y adolescente debía esconderse la razón de la disparidad en la que basaba mi felicidad y realización profesional.

A alguien debió de asustarle lo de reportero de guerra y al final me convencieron para ser médico.

Hoy he terminado un libro, ya descatalogado, comprado de segunda mano en Internet, qué poco me gusta comprar libros así, no puedo tocarlos ni olerlos. Es la manía de los españoles de tocarlo todo, pero eso forma parte de otra historia. La historia de hoy es la de la vida que no he tenido, la del reportero de guerra.

Por diversas circunstancias me he visto envuelta en revivir guerras a golpe de libros, archivos, fotos y películas. Nada que ver con vivirlas, que no es igual que evocarlas. “La historia de la guerra siempre es la misma: un par de desgraciados con distinto uniforme que se pegan tiros el uno al otro, muertos de miedo en un agujero lleno de barro, y un cabrón con pintas fumándose un puro en un despacho climatizado, muy lejos, que diseña banderas, himnos nacionales y monumentos al soldado desconocido mientras se forra con la sangre y con la mierda. La guerra es un negocio de tenderos y de generales, hijos míos. Y lo demás es filfa”, pone Pérez Reverte en labios de Barlés durante una conferencia en una universidad.

Pero os juro que, de haberme convertido en una reportera de guerra, hubiera llegado a la misma consecuencia y conclusión que tras pasarme años en la facultad de Medicina: “ El cielo sobre la cabeza, pensó Barlés. Nos pasamos la vida pensando que nuestros esfuerzos, nuestro trabajo, lo que conseguimos a cambio de todo eso, son definitivos, estables. Creemos que van a durar: que nosotros vamos a durar. Y un día el cielo cae sobre la cabeza. Nada es tan frágil como lo que tienes, se dijo. Y lo más frágil que tienes es la vida”, vuelve a decir Pérez Reverte.


Así que haciéndome médico he llegado al mismo final: a apreciar y disfrutar la vida por encima de todo y a levantar mi voz por los que no tienen fuerzas para hacerlo.

Ahí es nada, pienso. (La foto es del grandísimo Gervasio Sánchez).
http://blogs.heraldo.es/gervasiosanchez/?p=888