Mis paisanos son alegres, bulliciosos, amantes de la comida
y la bebida alrededor de una mesa en la que no pasa el tiempo y se comparte
mantel, algarada, plato y tenedor si hace falta.
Es el español en general trabajador, a su manera, con
prioridades ilógicas, inventivo y protestón. Solidario hasta ser protagonista
de las historias más conmovedoras de ayuda: en los campos de concentración
Nazis los catalanes, extremeños, andaluces o asturianos eran una piña sin
importar su facción ideológica. En una tragedia son los primeros en correr
hacia los trenes a ayudar llevando mantas o haciendo “lo que se pueda” sin
pensar en el peligro de nuevas explosiones.
Porque son valientes hasta la inconsciencia, lo suficiente
como para meterse meses en un barco hacia selvas inexploradas o con la nieve
hasta las rodillas en el frente ruso de nombre impronunciable. Y no quejarse
del frío, pero protestar a los superiores por esas filas interminables de
judíos (¿a dónde los llevan?) o pegarse con un nazi quien a su vez maltrataba a
una mujer y a su hijo.
Mis paisanos son fieles a su código ético recibido en la
infancia y adultez. Código ético de chascarrillo y picaresca, de viga en el
propio y paja en el ajeno, de chiste de la gracia y la desgracia, de adhesión a
los refranes y de facilidad para repetir consignas como si fueran salmos.
El español suele ser fanfarrón y ruidoso en sus
demostraciones, hace falta que se le oiga bien fuerte, que se entienda lo que
es o lo que deja ser. Demostración en la palabra y en lo externo, que los tribunales
de la Limpieza de Sangre les han dejado en la memoria remota cómo comportarse
para aclarar que no se es ni judío ni moro. No vaya a ser que el vecino
denuncie.
La envidia es uno de sus defectos. La envidia mala, la
rancia, la negra, la que descalifica y delata, la que exagera y miente, la
que divide, la que no quiere entender ni conocer al envidiado. De aquí nos
vinieron muchos males, y nos seguirán viniendo.
Mis paisanos son vehementes, para lo bueno y lo malo, que no
considero yo ello un defecto o una virtud en sí. Pero cuando esta vehemencia de
palabra y de gestos se adereza con salmos, refranes o consignas, se vuelve el
español violento: blanco o negro, conmigo o contra mí, amigo o enemigo, nada le
hace razonar y no busca un diálogo intelectual al opinar sobre el aborto, los
toros, el fútbol, las fosas de la guerra civil o la política.
Y entonces la vehemencia convertida en violencia verbal se
convierte en discurso y, a lo peor, en agresión.
Para mis paisanos que gustan de la mesura, en momentos así
les ha quedado el exilio intelectual en forma de presencia silenciosa o bien el
exilio físico con la nostalgia añadida de la luz, de los paisanos y de la comida.
Léase la vida y exilio de don Gregorio Marañón.
Véase la puerta del Angel en Madrid, con sus heridas de guerra.
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