domingo, 7 de diciembre de 2014

Figuras de Belén

Ese viernes del año estaba deseando volver a casa.
Mi madre y mi abuela colocaban unas tablas de madera sobre las que luego iría el corcho. Casi siempre lo distribuían de la misma forma con el castillo de Herodes en la esquina, para poder apoyarlo también en la pared y el portal en el extremo de la izquierda. Era muy importante que los grandes trozos de corcho quedaran bien sujetos, porque todas las figuras eran de barro. Lo más difícil era dar la inclinación justa a la rampa por la que bajaban los reyes magos y sus pajes.
Yo ayudaba en la parte más fácil. Cortar el papel albal para hacer el río, poner los patos de plástico y las ovejas y al final echar el serrín para tapar las bases de las figuras y de las palmeras y los cables de las luces.
Desenvolver las figuras también era tarea mía. En realidad era magia, era descubrir a un personaje conocido al que veía cada año: el señor de las gachas, los pastores de la adoración, el molinero, el pescador, la mujer de la zambomba. A veces alguno de ellos había perdido un brazo o una oreja la mula. Por eso ponía mucho cuidado al sacarlas del papel de periódico con noticias del año anterior. El niño Jesús era lo que más se nos rompía, y eso que una vez desenvuelto lo guardábamos en una taza con algodones hasta que llegara el momento de ponerlo en el portal: en la nochebuena, que es cuando nació, ni un día antes, acompañado de la familia cantando villancicos, tocando panderetas y rascando alguna botella de anís.
Hoy me he traído una pequeña parte de ese Belén, que tiene 60 años, el mismo que mi abuela, mi madre y yo pusimos juntas durante años y he sentido la misma ilusión al desenvolver las figuras y reencontrarme con los pastores, el ángel anunciador y la vendedora de frutas.

El niño ya está metido en su taza.

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