Ese viernes del año estaba deseando volver a casa.
Mi madre y mi abuela colocaban unas tablas de madera sobre
las que luego iría el corcho. Casi siempre lo distribuían de la misma forma con
el castillo de Herodes en la esquina, para poder apoyarlo también en la pared y
el portal en el extremo de la izquierda. Era muy importante que los grandes
trozos de corcho quedaran bien sujetos, porque todas las figuras eran de barro.
Lo más difícil era dar la inclinación justa a la rampa por la que bajaban los
reyes magos y sus pajes.
Yo ayudaba en la parte más fácil. Cortar el papel albal para
hacer el río, poner los patos de plástico y las ovejas y al final echar el
serrín para tapar las bases de las figuras y de las palmeras y los cables de
las luces.
Desenvolver las figuras también era tarea mía. En realidad
era magia, era descubrir a un personaje conocido al que veía cada año: el señor
de las gachas, los pastores de la adoración, el molinero, el pescador, la mujer
de la zambomba. A veces alguno de ellos había perdido un brazo o una oreja la
mula. Por eso ponía mucho cuidado al sacarlas del papel de periódico con
noticias del año anterior. El niño Jesús era lo que más se nos rompía, y eso
que una vez desenvuelto lo guardábamos en una taza con algodones hasta que
llegara el momento de ponerlo en el portal: en la nochebuena, que es cuando
nació, ni un día antes, acompañado de la familia cantando villancicos, tocando
panderetas y rascando alguna botella de anís.
Hoy me he traído una pequeña parte de ese Belén, que tiene
60 años, el mismo que mi abuela, mi madre y yo pusimos juntas durante años y he
sentido la misma ilusión al desenvolver las figuras y reencontrarme con los
pastores, el ángel anunciador y la vendedora de frutas.
El niño ya está metido en su taza.
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