La gente compra fotos viejas en los mercadillos. Fotos en
blanco y negro, viradas al sepia por ancianas, con los bordes del cartón
comidos, de personas desconocidas, que visten ropas pasadas de moda; familias
tradicionales con padre de traje oscuro, madre con vestido y corsé, niña de
trenzas y niño con pantalón corto que miran azorados a la cámara, sobrecogidos,
serios. Posando para lo eterno.
La fotografía es nostalgia, en parte. Es un arte
crepuscular, conmovedor, impregnado de misterio. Por el hecho de incluir, en su
faceta de retrato, a otros seres humanos tan parecidos y tan opuestos a
nosotros mismos, invita a la interpretación, a la curiosidad por el retratado:
su nombre, su edad, su profesión, si estaba triste o feliz el día del retrato.
¿Cómo acudió al estudio? A pie, en coche de caballos. ¿La ropa era suya o el
fotógrafo tenía algunas para prestar? ¿Eligió estar de pie o sentado? La que a
mí que asaetea es ¿para quién se hizo la foto? ¿Su madre, su novia? ¿Para que
yo la viera después de que pasaran 100 años?
En estos tiempos de inmediatez, de saturación de imágenes,
cuando se borran más fotos de las que se almacenan, la gente sigue comprando
fotos antiguas de desconocidos, en muchas ocasiones con una calidad artística más
que mediocre. Una fotografía es una ausencia o, al menos, una pseudopresencia,
un paisaje y un tiempo remotos, un pasado desaparecido. Seamos o no conscientes
de ello, somos nuestro pasado, estamos ligados a él de una manera visceral,
arcana, entrañable y dolorosa a la vez. Tal vez por eso necesitamos
columpiarnos de los ojos de los que nos precedieron.
Declaro imprescindible las fotografías en papel, para que
dentro de 100 años, quienes compren mi retrato, sigan preguntándose para quién posé
esta tarde y se columpien de mis ojos.
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