viernes, 7 de noviembre de 2014

El lugar en el que sueño morir

La última vez ha sido en un café en Berlín, sentada en un sofá frente a un inmenso capuchino.
Es una casa pequeña, blanca, soleada, de muros gruesos, quizá con un jardín acorde a la pequeñez.
Tiene una cocina donde amasar comida para los amigos y donde almacenar vino tinto y fruta fresca.
La estrella es una sala de techos muy altos, dobles, con las paredes llenas de libros. Aún no sé cómo ordenarlos, ediciones de bolsillo, libros dedicados, mordisqueados por un cachorro o estropeados por el tiempo. Libros no leídos, releídos. Libros que se abren con respeto o con confianza familiar. Libros en el idioma materno, en el aprendido o en la lengua por aprender. Cubiertas de cartón, de lujo. Libros en todas las esquinas y una escalera para aprehenderlos. Y la luz que se detiene en ángulo agudo en las motas de polvo de la habitación, blanca, blanca, altísima, sin huecos.
El contraste es una sala oscura, sin rendijas, de pesados cortinajes negros con una bombilla roja en la puerta, que avisa que estoy en mí misma, en los líquidos reveladores, lavando papel de la foto en la que un perro presumido del tranquilo pueblo en el que vivo ha posado ayer. Frío, humedad, nervios hasta ver el resultado. Papel y más papel gastado en vano. Pinzas que sostienen la película que escurre. Olor a revelador. Mi tiempo detenido.
Se me une hoy, en este café de Berlín, un rincón donde pintar, abstracto, acuarelas, colores en mistura sobre cartulina. Con luz, claro, donde hay pintura hay luz (en mi sala también, pero invertida) y color y vida. Y también tiempo detenido, pero de otro.
Hay también en la casa una cama enorme, bueno quizá no tan grande, al final uno acaba juntándose, qué se yo, a veces las noches son frías o la individualidad se difumina entre sábanas con olor a flores, ese aire que uno mueve al arroparse y que le trae el aroma de la piel del otro, de la piel de uno mismo, de la piel fundida.
Y el mar. Siempre el mar. El Mediterráneo. En alguna ventana o al girar la esquina al salir de la casa. Con todos sus pinos, sus senderos y sus gentes, que quizá hablen en griego o italiano. No sé por qué los oigo con ese sonido del griego, sus fonemas cercanos, sus gestos familiares. Vecinos, amigos, hermanos del mar. El Mediterráneo, mi casa.
El mundo que me vio nacer. El mundo en el que sueño morir.



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