sábado, 9 de agosto de 2014

Belgrado

Tomar un café frente a un río al que han dedicado valses. 
Escuchar los violines desafinados de los gitanos. 
Vibrar con la vida que se derrama en los cafés. 
Comer sopa en agosto. 
Comprobar cómo el dictador reposa en su mausoleo rodeado de fuentes y flores. 
Atravesar el tiempo y revivir el esplendor de la ciudad en sus edificios copiados de Viena. 
Rezar en una iglesia ortodoxa inacabada, interrumpida por las guerras e iniciada por el rencor al turco. Rencor cimentado sobre el rencor del turco al cristiano.
Compartir un autobús lleno hasta los topes. 
Pasear por jardines y castillos con fosos y cañones. Ver un partido de baloncesto entre estos muros. 
Estremecerme con la visión de los edificios en ruinas a causa del último bombardeo de la OTAN hace apenas 15 años. 
Disfrutar de la tarde en un parque en el que un dálmata dormita junto a su dueña y unos niños juegan al fútbol sobre el verde. 
Sonreír al escuchar mi nombre en los labios de un sefardí de ojos del color del cielo de Belgrado. 






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