Entraron juntos en el autobús que hacía la ruta desde Belgrado
a Sarajevo. Era una pareja en esa edad en la que los movimientos y los
pensamientos se enlentecen sin caer en la torpeza. Ella vestía de colores
oscuros, falda, camisa, alta, de pómulos erguidos, cabello recogido y ojos
negros. Llevaba una bolsa verde de supermercado, de esas cuadradas más grandes
de lo normal, que la precedía en su camino. Con una mirada rápida recorrió el
vehículo y decidió quedarse sentada en la primera fila, al lado del conductor.
El era un hombre grande, de pelo canoso sobre rubio, ojos claros y grandes y
cara sonrosada. Manos grandes. También llevaba una bolsa, de deporte, de las
que son alargadas y pueden colgarse al hombro, que se ven como pasadas de moda.
Al ver que no quedaban asientos libres al inicio, decidió ir hacia la parte de
atrás.
Al pasar por mi lado, su camisa blanca de finas rayas azules
me rozó. Una desazón me recorrió entera. Sentí un terror infantil y profundo. Estas
cosas no me suceden nunca. Casi nunca. Por eso me dediqué a observarle cuando,
tras no encontrar asientos libres en la parte trasera, se quedó de pie a un
metro de mí.
Le recorrí entero: zapatos, pantalón, tobillos, piernas,
cabeza, cuellos, manos. Nada que justificara mi miedo. El autobús frenó y el
hombre se agarró al asiento más cercano mostrándome su antebrazo derecho. En él
llevaba tatuado un escorpión en tinta negra que azuleaba.
Seguí sin entender.
Bajaron del autobús en una de las primeras paradas en
Sarajevo, en una calle empinada de las colinas.
Dos días más tarde, en Srebrenica, leí ésto: “Los
escorpiones eran grupos paramilitares serbios que ocultaban sus rostros con capuchas
negras e incursionaban en aldeas de Bosnia o de Kosovo para saquear, torturar,
violar y asesinar. Llevaban tatuado un escorpión en el pecho o en el brazo”
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