miércoles, 13 de agosto de 2014

Una vela en Sarajevo


Cuando las tropas cercaron Sarajevo, las cosas dejaron de tener la utilidad que solían antes del maldito asedio y se transformaron en algo, con forma parecida, que recordaban a aquello que un día fueron, pero que habían dejado de ser. 
A saber...
Los bidones y botellas de plástico que almacenaban gasolina en el garaje o bebidas de naranja y cola para los cumpleaños en la despensa, se hicieron recipientes para recoger el agua: uno no sabe todo el agua que necesita hasta que le falta. La fábrica de cerveza que ya no producía más, hacía salir de sus entrañas el agua que daba de beber a los sarajevitas. Los puentes de piedra ahora eran amasijos de hierros y cemento de los que se colgaban los habitantes para cruzar el río y poder conseguir el agua. 
Las latas que antes guardaban conservas, cocinaban las exiguas raciones de arroz que a duras penas los organismos internacionales hacían llegar. 
La moneda consistía en trueques de tomates o patatas, tabaco, algunos marcos alemanes que se guardaban para los imprevistos y besos sucios en la oscuridad de una alambrada. 
Los zapatos viejos, árboles y libros se convirtieron en brasas para cocinar o calentarse. 
Los estadios de fútbol y los parques de barrio acunaron en su tierra a los que morían a diario bajo las balas, las minas o los morteros. Los entierros se hicieron nocturnos, solitarios, silenciosos para no llamar la atención del asediador. Para que no encontrara nuevas víctimas en su mira. 
De las montañas salían los morteros y balas que destrozaban los cuerpos de aquellos que se aventuraban a ir comprar al mercado de verduras o a esperar en una eterna cola por una barra de pan. 
Los 2000 libros de la biblioteca se escaparon por el techo roto de cristal en forma de humo y papel quemado. 
Los vaqueros y zapatillas de deporte se convirtieron en el uniforme de los resistentes de la ciudad. Y un túnel que atravesaba la pista del aeropuerto, su esperanza. 
Podría seguir contando historias. Horas y horas. Para no cansar diré que...
Las velas no cambiaron de cometido: se guardaban para las ocasiones especiales. Si alguien resultaba herido, iba al hospital con una vela intacta, nueva, larga, atrapada entre los dedos como quien se aferra a la vida que se le escapa, para asegurarse que el cirujano tuviera una luz con que operarle. 

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