domingo, 15 de junio de 2014

Saloniki

En el taxi que me trajo desde el aeropuerto, según recorría calles de camino al hotel, me preguntaba por qué me habría empeñado en venir a esta ciudad y empezaban a sobrarme las horas. 
Salonica es, constructivamente hablando, fea e incómoda. Lo primero porque en los años 60, ante la escasez de viviendas, el gobierno derribó edificios y palacios para sustituirlos por bloques de pisos ocres y cuadrados. Lo segundo porque se extiende desde el mar hasta las colinas. Cuando era pequeña podía permitirse existir en un llano, entre el mar y la vía Ignatia (de Roma a Bizancio). Pero al crecer se encontró con las colinas y sus calles se estrecharon y se llenaron de curvas imposibles. Y luego está la crisis, la maldita e interminable crisis, que ha cerrado tiendas y ha dejado sin cristales las paradas de autobús. 
Christos me hace de guía. Me lleva a iglesias y mezquitas y al museo arqueológico donde aprendo a emocionarme con las joyas antiguas: las filigranas, los pendientes y las coronas de oro de los reyes macedonios hechas a base de delicadas hojas entrelazadas con flores o frutas.
Las iglesias tienen algo de oriental, además de ser oscuras y estar llenas de iconos iluminados por velas fueron en un tiempo mezquitas, y muchas de ellas conservan minaretes y pilas de abluciones decorados con letras alargadas. 
La comida se convierte en el tiempo detenido en un café, en el antiguo barrio portuario en el que hoy, en vez de burdeles, hay restaurantes y bares. 
Empezamos entonces a buscar, como en un juego, el pasado sefardí. Christos me ha regalado un libro que habla de ello pero cuesta encontrar los edificios o los mercados. Es como, y lo creo casi de una literalidad abrumadora, como si sus 50,000 judíos se hubieran convertido en humo. Los habitantes de hoy no saben que viven en la que, mis paisanos expulsados de Sefarad, llamaron la madre de Israel. 
En el libro he descubierto un poema en ladino dedicado a la torre blanca, otrora llamada en el periodo otomano roja por la sangre de los que allí degollaban, así que decido pasear al atardecer y descubrir que las palomas siguen en sus ventanas. Luego camino al borde del mar y me concilio con Salonica. Este lugar tiene algo mío: la gente sonríe y canta, pasea sin prisa, come tarde y hace la siesta. Hay bares de barrio con abuelos jugando al dominó, como hacía el mío y a la tarde las mujeres sacan las sillas a los balcones para tomar el fresco. Como hacía mi abuela. 
Al día siguiente, a los pies de la prisión entre las murallas de la parte alta de la ciudad hago esta foto y de alguna forma me siento también prisionera de Salonica. 



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