Mi intensa vida social
En estas dos semanas escasas que me restan por tierras
germanas se me han acumulado los compromisos sociales y es que este fin de
semana pasado estuve en Viena y el anterior con un Mini visitando campos de
concentración. Os incluso una crónica de la visita al primero de ellos y la
alterno con este otro relato para quitar dramatismo.
Tenemos una pequeña cocina en la tercera planta del
departamento, donde está mi despacho, la cual se utiliza para dos cosas. La
primera viene siendo lo convencional para una cocina, que es preparar té o
café. Hay una nespresso, con un batidor de leche que tiene una costra de mierda
la cual intenté despegar durante los primeros días, pero viendo que era
imposible y que el resto de compañeros que batían allí la leche y se la bebían,
sobrevivían al procedimiento, empecé a hacer lo mismo con idénticos resultados.
La segunda función de la cocina es muy curiosa. Cuando
alguien quiere decirte algo personal, en vez de ir a tu despacho, se queda
apostado detrás de su puerta (a veces durante horas) esperando a que te
levantes a hacerte un café y es en esos 2m2 de sala donde te hace llegar sus
inquietudes.
La semana pasada, por ejemplo, fui abordada por el japonés.
Empezó preguntándome si me había traído comida, a lo que no le contesté
claramente impregnada como estoy del egoísmo teutón por los alimentos, y acabó
confesándome que se encuentra solo y que nadie le habla. Como no puedo ver
sufrir a nadie, ni aunque sea japonés, me he ido algunos días a comer con él.
El primer día que salimos a comer, eligió un sitio de comida
rápida tailandesa y durante la comida me contó que está aquí con su hija de 6
años que es hiperactiva y con su mujer cuya ocupación desde hace 5 meses es
chatear con las amigas en Japón. En mitad de la comida empezó a sudar con
gruesas gotas que le caían por la mandíbula y aún no se si es por su situación
familiar (imaginaros la niña dando saltos y la mujer con el chat), por el
picante de la comida o por el trabajo que le cuesta hablar en inglés.
Hoy por ejemplo de repente desapareció y el turco y yo
buscábamos alarmados en la plaza pensando que una alcantarilla se lo había
tragado, cuando le vimos salir del supermercado. ¿Pensáis que dio alguna
explicación? No.
Esta semana tengo una cena. Mi jefe ha decidido organizar
una cenita en Nuremberg este jueves a la que vendrá entre otros también mi
compañero Christian que es vegetariano. Esta tarde me le encontré en el tren de
camino a casa y estuvimos hablando para elegir el sitio. Decididamente,
Christian y yo somos un experimento. No hay ninguna duda. Resulta que él apenas
conoce sitios para cenar y al único que ha ido es a un restaurante ayurvédico, que
yo sabía de la medicina y de los masajes pero no de los restaurantes. Le he
explicado en el trayecto Erlangen-Fürth las maravillas de la cocina peruana y
creo que le he convencido de las excelencias del ceviche. Ahora se trata de
encontrar un peruano auténtico, porque aquí lo típico es que si en la puerta
pone restaurante italiano (a modo de ejemplo), el dueño es francés, el cocinero
indio y da gracias si saben que en Italia se come pasta. Me veo cenando el jueves un bocadillo
en bolsa de papel en la plaza.
Este miércoles durante el horario laboral otro compañero me
ha invitado a una actividad no gastronómica. Resulta que van a abrir 15 cráneos
para los estudiantes de medicina y me ha dicho si quiero acudir al evento,
sierra mecánica en mano. Este compañero fue quien pronunció la frase gloriosa
del Campari, que no recuerdo si os he contado, pero si es que no la dejo
pendiente para otra ocasión.
La otra frase gloriosa fue de Jörg. Me contó que había
tenido una novia colombiana y que (y cito textual) “todo lo que sabía de
caracoles (ella) lo había aprendido de él”, dicho con una cara de nostalgia que
te partía el alma, que no sabía yo que los caracoles dieran para tanto.
El domingo tengo también salida en Nuremberg y es que por la
tarde mi compañero el turco da un concierto con su grupo al que vamos a ir
varios del depar. No he conseguido entender muy bien qué música tocan, pero me
ha dicho que su instrumento es el “nosecómo” que debe ser algo así, ya
traducido, como una bandurria alemana. Tengo que informarme más de esto del
concierto para poder daros más detalles.
Y para completar el calendario, al menos de momento (que
visto lo visto igual me surgen más planes), el jueves de la semana siguiente, o
sea, la noche antes de irme, mi jefe ha organizado una barbacoa en su casa.
Este punto de la invitación domiciliaria me tiene bastante inquieta porque
desde hace semanas me persigue diciendo que tengo que ir a su casa a conocer a
sus niños, y digo yo que por qué ese interés en que vea a los niños. Tiene dos
retoños, de 6 y 3 años, que igual quiere que me los lleve a España y yo, que he
visto fotos de las criaturas y son rubios y blancos, no estoy por la labor.
Estos chiquillos tan arios siempre me han dado un poco de temor, tal vez no
debí haber visto la película de los chicos del maíz porque creo que mis miedos
vienen de ahí. La cuestión es que además dice que va a invitar a amigos y que
el jardín que tiene casi no puede denominarse así, vamos, que estaremos
apretaditos como la gente decida acudir en masa a la cita.
Fijaros si no es para estar asustada que hoy me ha escrito
un correo informándome de la cita (incluso de la dirección de la velada) en el
que acaba diciéndome que “my children will be there waiting for you”. ¿Esperándome
a mí? ¿Será que los niños comen españoles? Esta última actividad social que os
comento me tiene en un estado de agitación permanente, sobre todo por tanta
insistencia con las criaturas.
He pensado ofrecerme a preparar una sangría durante el acto
social de mi despedida, que si veo la cosa chunga la pongo cargadita mientras
asan las salchichas en la parrilla y que se agarren un pedo del 15, retoños de
mi jefe incluidos, en el caso de que resulten molestos o me muerdan una pierna.