lunes, 7 de abril de 2014

Crónicas alemanas (y 7)

Nürnberg

Amo esta ciudad. Quizá desde la primera vez que la ví engalanada con sus luces y mercados de navidad y cuando la casualidad me trajo a Alemania, cualquier excusa era buena para alquilar el piso aquí en vez de en Erlangen. Lo cierto es que no me ha defraudado.
Vivo a los pies del castillo medieval, el mismo que enamoró a Hitler para sus congresos del partido nazi, en una calle empedrada. A dos calles del antiguo ayuntamiento, alrededor del cual se salpican numerosos biergarten y tres grandes iglesias. Dentro de las murallas interrumpidas por torres redondas y enormes puertas defensivas.
El castillo se alza sobre una roca y es un conjunto de edificios rodeado de muros gigantescos de piedra. Lo que más he disfrutado del castillo en estas semanas han sido los jardines, abiertos hasta las 8 de la tarde, siempre llenos de gente, a uno de los costados de la muralla y a una calle de mi casa.
Los días de diario la ciudad está en una especie de calma, por las mañanas apenas me cruzo con diez personas al atravesar la plaza del mercado y cruzar uno de los puentes de piedra que se alza sobre el río. Incluso por la tarde, cuando en la plaza han surgido unos cuantos puestos de fruta y verdura, se camina con pausa, imitando a la luz que entra por la esquina de la iglesia de Nuestra Señora y lame el empedrado de las calles. A veces subo por la plaza de detrás del ayuntamiento, que me hace dar un rodeo hasta la casa, sólo para disfrutar de las escaleras, de las mesas vacías de los dos biergarten que se reparten el espacio y del sonido del agua de una mínima fuente.
Pero los sábados y domingos Nürnberg se transforma, se llena de turistas franceses, alemanes, japoneses y algún español despistado y no sólo le cambia el habla sino la luz. El sol calienta con más fuerza y las calles están repletas de brillo. Hoy me dejé querer por ella. Rodeé el castillo hasta salir a la plaza que va a parar a la casa de Durero (comparto barrio con el genial artista) y de allí me dejé caer por las calles de casas bávaras hacia los puentes. Creo que la Weissestrasse es la más bonita de todas, con sus maderas, sus fachadas de colores y sus balcones con flores. Crucé todos los puentes: los de piedra, madera y metal y me fui acercando a la plaza central desde la muralla. Desde todos puntos veía las torres de la iglesia de San Lorenzo. Hoy estaban de un color verde óxido más intenso que nunca.
Entré en la iglesia de San Sebaldo, que rodeo a diario por su parte posterior y fui hasta la plaza donde hay una estatua de Durero, único monumento que quedó en pie tras la guerra.
Y vuelvo a la zona del mercado, me mezclo entre el barullo, las tiendas y las palomas. Hoy mi plaza de la trasera del ayuntamiento está llena y habla con voz más alta. Las flores se prestan más intensas y el agua de la mínima fuente parece una cascada.
Porque es sábado en Nürnberg.




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