Nürnberg
Amo esta ciudad. Quizá desde la primera vez que la ví
engalanada con sus luces y mercados de navidad y cuando la casualidad me trajo
a Alemania, cualquier excusa era buena para alquilar el piso aquí en vez de en
Erlangen. Lo cierto es que no me ha defraudado.
Vivo a los pies del castillo medieval, el mismo que enamoró
a Hitler para sus congresos del partido nazi, en una calle empedrada. A dos
calles del antiguo ayuntamiento, alrededor del cual se salpican numerosos
biergarten y tres grandes iglesias. Dentro de las murallas interrumpidas por
torres redondas y enormes puertas defensivas.
El castillo se alza sobre una roca y es un conjunto de
edificios rodeado de muros gigantescos de piedra. Lo que más he disfrutado del
castillo en estas semanas han sido los jardines, abiertos hasta las 8 de la
tarde, siempre llenos de gente, a uno de los costados de la muralla y a una
calle de mi casa.
Los días de diario la ciudad está en una especie de calma,
por las mañanas apenas me cruzo con diez personas al atravesar la plaza del
mercado y cruzar uno de los puentes de piedra que se alza sobre el río. Incluso
por la tarde, cuando en la plaza han surgido unos cuantos puestos de fruta y
verdura, se camina con pausa, imitando a la luz que entra por la esquina de la
iglesia de Nuestra Señora y lame el empedrado de las calles. A veces subo por
la plaza de detrás del ayuntamiento, que me hace dar un rodeo hasta la casa,
sólo para disfrutar de las escaleras, de las mesas vacías de los dos biergarten
que se reparten el espacio y del sonido del agua de una mínima fuente.
Pero los sábados y domingos Nürnberg se transforma, se llena
de turistas franceses, alemanes, japoneses y algún español despistado y no sólo
le cambia el habla sino la luz. El sol calienta con más fuerza y las calles
están repletas de brillo. Hoy me dejé querer por ella. Rodeé el castillo hasta
salir a la plaza que va a parar a la casa de Durero (comparto barrio con el
genial artista) y de allí me dejé caer por las calles de casas bávaras hacia
los puentes. Creo que la Weissestrasse es la más bonita de todas, con sus
maderas, sus fachadas de colores y sus balcones con flores. Crucé todos los
puentes: los de piedra, madera y metal y me fui acercando a la plaza central
desde la muralla. Desde todos puntos veía las torres de la iglesia de San
Lorenzo. Hoy estaban de un color verde óxido más intenso que nunca.
Entré en la iglesia de San Sebaldo, que rodeo a diario por
su parte posterior y fui hasta la plaza donde hay una estatua de Durero, único
monumento que quedó en pie tras la guerra.
Y vuelvo a la zona del mercado, me mezclo entre el barullo,
las tiendas y las palomas. Hoy mi plaza de la trasera del ayuntamiento está
llena y habla con voz más alta. Las flores se prestan más intensas y el agua de
la mínima fuente parece una cascada.
Porque es sábado en Nürnberg.
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