La cena del jueves
Dado que mi jefe de aquí, manifestaba tremenda curiosidad
por ver mi apartamento, decidimos empezar la velada en él, a una hora muy
germana (las 7 y media de la tarde). El día anterior eché un vistazo a la
nevera y estaba vacía de líquidos por lo que pedí a mi compañero Christian que
me acompañase a comprar y me hiciera de porteador, ya que vivo en lo alto de
Nürneberg y venir hasta acá con botellas es imposible. Fuimos de compras y yo
elegí un par de vinos españoles y él las cervezas, y aproveché para que me
hiciera unas cuantas recomendaciones sobre distintas marcas alemanas.
A las 7 y cuarto estábamos en casa y absolutamente en punto,
con una diferencia en ambos casos de 3 minutos, llegó primero Anna y a
continuación Friedrich. Decidimos beber algo y, para mi sorpresa, Christian
decidió probar el vino español. Quiero que entendáis lo que valoro su gesto,
viniendo de una persona cuyo ideal de vida es ir de vacaciones a Escandinavia
o, como ya algo muy exótico, Escocia, y que se define, a sus 35 años, como
enamorado inamoviblemente de las tradiciones alemanas. Vamos, que yo había
traído las cervezas pensando en que no iba a probar el vino.
Y empezamos a beber, ellos a una velocidad importante. A las
9 y media, cuando decidimos dirigirnos a cenar al peruano de mi calle, que días
antes habíamos consensuado, sólo restaba media botella de tinto.
Resulta que el peruano estaba cerrado, pese a que cuando
pasamos delante del restaurante a las 7 estaba abierto y en la puerta indicaba
que la hora de cierre era a las 11. Total, que nos fuimos a una cervecería
típica bávara, tan típica que cierra la cocina a las 10 y eran las 9,50 y nos
dijeron que cerveza sí pero con malta tostada (o sea, como unas pipas) y pa
casa. Y allí que nos pimplamos nuestro medio litro cada uno. Mi jefe estaba de
lo más contento y locuaz y repetía una de las dos únicas frases que sabe en
español, en este caso: ponte en pelotas.
A las 10 y media, sin cenar y bastante alegres, vinimos de
nuevo a casa y saqueamos la nevera de productos españoles. A cada uno le di una
tarea y eso es lo mejor que puedes hacer con un alemán, mandarle hacer algo,
porque se sentirá útil y feliz. A un español le dices haz esto y te contesta
por qué. La diferencia es que el alemán se pone a ello y cómo mucho su pregunta
es cómo lo hace. Así entre todos cortamos el queso, separamos las lonchas de
jamón, tostamos el pan y troceamos unos tomates.
A las doce y media decidieron marcharse. Yo hice de
anfitriona española, aquí los anfitriones cuando están cansados te mandan a tu
casa, vamos que te dicen que te vayas que tienen sueño y que se quieren acostar
así sin ningún problema. Debido a los efluvios alcohólicos (para entonces había
caído todo el vino) me pidieron que les enseñara a saludar dando besos como
hacemos en España. Podéis imaginaros la
secuencia en mi recibidor, para habernos grabado. Llevada por la emoción
del momento me atreví a plantearles una de las dudas que me asalta desde que
vivo aquí y que ya os he manifestado: cómo hacen los niños en Alemania. Me
contaron, con franca tristeza, que el sistema es que cierran los ojos y salen.
Al día siguiente estaban los tres emocionados de lo bien que
se lo habían pasado. Friedrich confesó que desde que vive en Franconia jamás
había llegado tan tarde a casa (debía ser la una cuando llegó) y Anna me contó
que mientras la acercaba a su casa se metió por una calle que era dirección
prohibida.
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